Toda la ciudad se ha mudado al norte, junto al mar azul y el malecón de Gibara. Toda la ciudad y mucha, mucha gente de todo el país que se hacen acompañar de otros que tratan de dominar el español y hasta el “cubano”.
Los convoca el cine, pero todos sabemos que ese es el pretexto. La verdadera razón por la que vienen es para disfrutar de una fiesta única en un pueblo que es por sí mismo, cinematográfico, con esas calles desiertas, su aire fantasmal, su olor a salitre y pescado.
Cine Pobre es libertad. Se respira desde que comienza abril y el ajetreo de los preparativos, mezclado con los olores habituales de
Aquí ya no hay más distinciones: los famosos salen a la calle como completos desconocidos, como gente común que se admira de la obra colectiva que es siempre mayor. Por eso es posible ver a Nelson Domínguez, Alicia Leal o Enrique Pérez Alonso, pintando camisetas en medio de la calle, mientras otros dibujaban lienzos tendidos sobre las aceras.
Y entonces nacen figuras en los árboles y muros del parque; los performances hacen aparecer personajes como salidos de un sueño muy raro, o una película, que a veces es lo mismo; surgen nuevos “telones” y de las ramas cuelgan por igual sillones de mimbre y carretas de trabajo luciendo coloridas flores.
Lo bello del Cine Pobre es que es para todos. Por eso los gibareños, cuando finalmente deciden habitar su ciudad, se detienen a que les dibujen sus camisetas, o sencillamente disfrutan el espectáculo aún montados en sus bicicletas, mientras Deep Purple se escucha en el fondo.
En las salas oscuras hay películas realizadas con bajos recursos y con un discurso alternativo, pero ese es solo el pretexto. El verdadero Cine Pobre es la gente, y esas pueden estar a la vuelta del malecón, en el concierto, o en las carreteras, tratando de conquistar su pedacito de libertad para no dejar morir las almas.